Podemos aprender mucho de las emociones si las invitamos a pasar
cada vez que llamen a nuestra puerta y las escuchamos. Y podemos ganar mucha
paz mental si aprendemos a acompañarlas a la puerta y dejar que se marchen tras
haberlas escuchado. Pero nada aprendemos de ellas cuando tratamos de luchar
contra ellas o hacer como si no existieran, además del tremendo esfuerzo que
supone esta lucha constante contra unos visitantes que van a seguir llamando a
tu puerta sin cesar pidiendo a gritos que les escuches.
El modo que
tiene una persona de relacionarse con sus emociones se aprende en la infancia.
Alrededor de los 4 años ya hemos aprendido a recibir y aceptar ciertas
emociones como miedo o ira, o bien
hemos aprendido a evitar y tratar de ignorar las emociones que no queremos
sentir. Los niños aprenden según cómo respondan ante sus emociones las personas
más cercanas a ellos. Por ejemplo, los demás pueden reírse cuando llora, o
pueden amenazarle con pegarle, o pueden burlarse cuando ven que tiene miedo.
Así, los niños pueden aprender a evitar las emociones, considerarlas peligrosas
o pensar que está mal sentirlas. Al aprenderse tan pronto, se acaban
convirtiendo en reacciones automáticas, que surgen sin apenas dando cuenta.
Las emociones son muy importantes porque nos ayudan a
relacionarnos con los demás, a evitar ciertas cosas o personas o acercarnos a
otras. Si no puedes sentir tus emociones y manejarlas adecuadamente, no podrás
moverte fácilmente por el complicado mundo de las relaciones interpersonales.
Expresar las emociones supone una parte fundamental de
nuestras vidas y nuestras relaciones, tanto con los demás como con nosotros
mismos, y las dificultades para identificarlas y expresarlas correctamente
pueden crearnos problemas y un alto grado de malestar.
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